lunes, 23 de noviembre de 2009

Leí libros de...

Fetzer, Amy J
Raye, Kimberly
Field
Thomas, Melody

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Extracto Sabria Jeffries

Amelia se estrechó más a su pecho, sintiéndose tan profundamente aliviada que sus rodillas empezaron a temblar.
—Él está muerto, y este lugar también. —Lucas contempló el candado oxidado de la puerta con porte ausente—. Esperaba encontrarlo igual que cuando estuve aquí... casacas rojas desfilando y prisioneros con camisas amarillas demasiado grandes para su talla. —Señaló hacia las malas hierbas que crecían entre las hendiduras de las paredes de la prisión abandonada—. El tiempo lo erosiona todo, ¿no es así?
—No todo —murmuró ella, luego reunió fuerzas para lo que iba a decir—: El amor no.
Lucas suspiró.
—No, el amor no. —Dándose la vuelta hacia ella, apresó sus mejillas entre sus manos—. Por eso he venido hoy aquí, para asegurarme de que podía dejar todo esto atrás, para ver si podía ser el hombre que necesitas.
—¿Y qué has decidido? —preguntó ella en un susurro doloroso.
—No me queda otra alternativa. Te amo, Amelia. —La abrasó con los ojos, con una mirada tierna y torturada a la vez—. No puedo soportar vivir ni un solo día sin ti. Así que si para estar contigo tengo que olvidar mi pasado, te aseguro que lo intentaré.
El corazón de Amelia dio un vuelco de alegría.
—No te pido que olvides tu pasado, mi amor. Sólo te pido que no permitas que arruine tu presente. —Deslizó los brazos alrededor del cuello de su esposo—. O nuestro futuro.
—No lo permitiré —prometió él, luego la besó con todo el amor que ella podía desear.
La tos nerviosa del cochero de su padre le recordó que no estaban solos, y ella se apartó ruborizada.
—Será mejor que vayamos a algún lugar más privado.
—¿Cómo por ejemplo el consulado de Marruecos? —le preguntó él.
Amelia lo miró perpleja.
—Entre la correspondencia que tenía acumulada cuando regresamos de Escocia había una carta en la que mi gobierno me ofrecía la posición de cónsul americano. La leí la misma mañana que partí hacia Francia con tu padre.
—Quieres decir... ¿La mañana que te marchaste sin despedirte de mí? —le recriminó ella con cara airada.
Lucas esgrimió una mueca burlona.
—Tenía miedo de despertarte, miedo de que al verte en toda tu gloriosa desnudez cambiara mi decisión de partir. —La mueca burlona desapareció—. Debería de haberme dado cuenta de que mi firme propósito se resquebrajó en el momento en que te sorprendí merodeando fuera de mi habitación, cuando intentaste seducirme batiendo tus pestañas y llamándome «soldado imponentemente robusto».
Amelia deslizó las manos sobre sus hombros.
—Es que eres un soldado imponentemente robusto. Mi soldado imponentemente robusto.
—Pues pronto seré tu cónsul imponentemente robusto. —Un brillo malicioso apareció en sus ojos—. Si a la fastidiosa esposa que me ha tocado, la que se enoja cuando tomo decisiones sin consultarla, le parece bien. Por eso todavía no he contestado a la carta.
Con porte solemne, él escrutó la cara de su esposa.
—Sé que te encantan las aventuras, querida. Pero después de todo lo que hemos pasado desde que nos hemos conocido, la vida en un país exótico puede haber perdido todo su encanto para ti. Las condiciones pueden ser bastante parcas, y puesto que tu dote ayudará a resarcir el dinero que Frier robó, tu aportación económica será más bien modesta. No podremos permitirnos...
—Lucas... —empezó ella con un tono amenazador.
—Iba a decir que el único juego de té con cocodrilos que compraremos será el que encuentres en algún bazar barato en Tánger.
¡Tánger! La palabra sola conjuró imágenes deliciosas de mosaicos y huríes y expediciones peligrosas por el desierto.
—¿Podré montar en un camello?
Lucas sonrió.
—Si quieres... Rayos y centellas, cariño. Si aceptas vivir conmigo en Marruecos, te aseguro que no descansaré hasta que pruebes carne de camello.
—Gracias, pero creo que tendré suficiente con montar sobre uno de esos bichos. De acuerdo, te doy mi consentimiento para que aceptes el puesto. Pero sólo con una condición.
—¿Ah, sí? ¿Cuál? —preguntó él al tiempo que enarcaba una ceja.
—Que no esperes que me comporte como una esposa obediente.
Con una carcajada, Lucas la tomó por el brazo y la condujo hacia el carruaje.
—No creo que pudiera vivir contigo si lo fueras. La última vez casi acabas conmigo.
—¿De veras? —Amelia dejó volar la imaginación para figurarse su próximo encuentro sensual—. En ese caso...
—Oh, no. De ningún modo —refunfuñó él mientras la ayudaba a subir a la carroza—. Te aseguro que tenías razón en eso también, bonita. No quiero una esposa obediente.
Acto seguido Lucas se sentó a su lado, dentro del carruaje, y la rodeó con sus brazos.
—Lo único que quiero es una mujer que me quiera.
—¡Uf! ¡Gracias a Dios! Porque eso, mi querido esposo, ya lo tienes.