miércoles, 2 de diciembre de 2009

Promesas, Lavyrle Spencer

—¿Emily? —Encontró su mano y la sostuvo con suavidad, acariciándola con el pulgar mientras se perdía largo rato en sus pensamientos. Por fin, continuó—: No es sólo lujuria. Para mí no. Admiro muchas cosas en ti: tu dedicación al trabajo, a tu familia e incluso a Charles. Te respeto por no querer pisotear sus sentimientos y por no querer que yo pisotee los de Tarsy... por tu cariño a los animales, tu compasión hacia tu madre y el modo en que peleas para que yo no me deshonre. Esas cosas pesan tanto como cualquier otra. Y eres... diferente. Todas las demás mujeres que conozco se visten con enaguas y delantales. —Rodó hacia ella y le apoyó una mano en la cintura—. Me gusta tu independencia... tus pantalones, tu medicina veterinaria, todo. Eso te hace única. Y me gusta el color de tu pelo... —Lo tocó—. Y tus ojos. —Besó uno—. Y cómo besas, y cómo hueles, la manera de mirar que tienes... y me gusta esto. —Llevó una mano de Emily a su propia garganta, donde el pulso tamborileaba con fuerza—: Lo que me provocas por dentro. Si eso es lujuria, está bien, es una parte. Pero yo te quiero... tenía que decirlo, al menos una vez.
—Calla. —Le tapó los labios—. Estoy muy asustada y tú no me ayudas.
—Dime —murmuró, cerrando los ojos, besándole las puntas de los dedos.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque todavía estoy comprometida. Porque un compromiso es una especie de voto, de promesa, y yo le hice a él la promesa cuando acepté la propuesta de matrimonio. Además... ¿qué sucede si esto es pasajero?
—¿A ti te parece pasajero?
—Me pides respuestas que no tengo.
—¿Por qué te has encontrado conmigo esta noche?
—No pude evitarlo.
—¿Qué tengo que hacer yo mañana y al día siguiente, y después?
—¿Hacer?
—Soy hombre. Los hombres perseguimos.
—¿Para qué?
Ah, esa era la cuestión: ¿para qué? Ninguno de los dos sabía la respuesta. Sería precipitado hablar de matrimonio tras sólo veinticuatro horas. Y, como dijo Emily, cualquier cosa menor sería inicua. Ningún hombre honrado esperaría que una mujer aceptara eso. No obstante, seguir engañando a Charles era impensable.
Agotada por las emociones, Emily se arrastró hasta el borde de la cama y se quedó sentada con las faldas en desorden, la cabeza gacha en una postura de desdicha y los codos apretados contra el estómago.
Tom se sentó, también con el corazón pesado, contemplando la parte de atrás de la cabeza de Emily y se preguntó por qué tendría que ser de ella de quien se enamorara. En un momento dado, levantó una mano y comenzó a alisar, distraído, los mechones revueltos, pues no se le ocurrió ningún otro consuelo que ofrecer.
—Emily, estos sentimientos no se irán.
Emily sacudió la cabeza con vehemencia, sin descubrirse el rostro.
—No se irán —insistió.
De pronto, la muchacha se levantó.
—Debo irme.
Tom se quedó atrás con la vista fija en el suelo oscuro, escuchándola sollozar mientras se vestía en la cocina. Se sentía muy mal. Se sentía un traidor. Se levantó con un suspiro, fue hacia ella y se quedó parado a la luz tenue, viendo cómo se abotonaba el abrigo. La siguió en silencio hasta la puerta y se quedó detrás mientras Emily permanecía de cara a la puerta, sin tocar el picaporte. La tocó en el hombro, ella giró, le echó los brazos al cuello y se aferró a él con muda desesperación.
—Lo siento —murmuró Tom contra la gorra, sosteniéndole la nuca como si fuese una niña que él llevara en medio de una tormenta—. Lo siento, marimacho.
Emily contuvo los sollozos hasta que bajó los escalones del porche y llegó a la mitad del patio, corriendo a toda velocidad.

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