jueves, 3 de diciembre de 2009

Tom le abrió la puerta y lo despidió.
Al cerrarla, se volvió y vio a Emily mirándolo desde el otro extremo del corredor. Por unos momentos, ninguno de los dos se movió; traspasados, se contemplaron, percibiendo el ritmo de sus corazones, experimentando el mismo reflujo y la misma urgencia de anhelos demorados que antes había sentido Emily. Tom empezó a acercarse, despacio al principio... y contenido. Pero no había dado cuatro pasos cuando ella comenzó a moverse también, con mucha menos contención, con pasos largos y decididos.
Corrieron.
Se besaron, estrechamente abrazados, las bocas abiertas, anhelantes después de semanas de privación, sintiendo que donde acababa una agonía comenzaba otra. Se besaron como si estuviesen hambrientos, como si quisieran tragarse, con toda la boca, sin límites, a la posesión mutua.
Arrancando su boca de la de ella, Tom exigió, sin aliento:
—Dímelo ahora... dímelo otra vez.
—Te amo.
Sujetándole la cabeza, la llenó de besos duros, impacientes, de celebración.
—Es cierto. ¡Oh, Emily, en verdad me amas! —La apretó, posesivo, y giraron los dos en un círculo, Tom con la cabeza sobre el hombro de ella—. Te eché de menos. Te amo... —Al comprender cuánto había tardado en decirlo, se reprendió a sí mismo—. Oh, maldito sea, tendría que habértelo dicho antes. Te amo. Han sido las seis semanas más largas de mi vida. —La besó de nuevo, intentando inútilmente recuperar el tiempo perdido... con besos anchos, mojados, mientras se acariciaban las espaldas, los torsos, las cinturas, los hombros.
—Quédate quieta un minuto —exhaló, apretándola contra sí— ... y déjame sentirte... solamente sentirte.
Se apretaron uno a otro como las hojas de un libro, la erección de Tom contra el vientre de Emily, los dos trémulos, deseando mucho más de lo que se permitían.

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