miércoles, 7 de enero de 2009

EXTRACTO: Patricia Cabot - El jardín de las rosas silvestres

"...Pegeen estaba más asustada de lo que lo había estado jamás. Era un miedo salvaje pero extrañamente placentero, como una dolorosa esperanza de algo que no podía explicar. Ella lo miró, con los ojos verdes muy abiertos y casi sin aliento. Sentía la garganta seca. Aunque hubiera tenido algo que decir, no habría podido pronunciar ni una palabra.

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?—preguntó Edward. Los dientes blancos y regulares relucían a la luz de las llamas—. ¿Te acuerdas de cómo me sermoneaste acerca de la inmoralidad de mi clase? Con una voz clara y sincera como la de un niño me espetaste que yo era responsable de la subyugación de las masas, y de que en nuestra sociedad las mujeres no tuvieran las mismas oportunidades que los hombres. —Edward arqueó una ceja—. Mi estupefacción no podía ser mayor al ver a aquel pequeño ángel de piel de porcelana abrir la boca y hablar con una lengua tan llena de veneno. Así que me dije a mí mismo: «Esta muchacha. Esta muchacha es diferente».

Pegeen tragó saliva.

—Deberías haberme mandado a freír espárragos—musitó con la mayor ligereza de que fue capaz.

—Oh, no. Porque en el momento en que empezaste a hablar supe que no debía dejarte escapar. No entendía que una criatura tan encantadora pudiera albergar una mente tan retorcida. Pero creo que aún no habíamos intercambiado ni tres frases y ya me di cuenta de que estaba en grave peligro de enamorarme loca y perdidamente de ti.

Pegeen se quedó boquiabierta, mirándole con los húmedos labios entreabiertos y el corazón latiéndole ensordecedoramente por debajo de la bata. Sabía que era mejor no decir nada, pero nunca había sido capaz de contenerse.

—Pero eso es imposible—dijo, enderezándose en la silla. El rostro muy cerca del de Edward—. No puedes estar enamorado de mí.

—¿Ah, no?—preguntó éste con la sonrisa torcida, en manifiesto contraste con los ojos entrecerrados por la pasión—. ¿Y por qué no?

La joven extendió los dedos para empezar a enumerar las razones.

—Pasaste un mes entero en Londres.

—Porque no querías casarte conmigo. No podía vivir sin ti, pero tampoco verte sentada en la silla de enfrente durante la cena todas las noches sabiendo que no volvería a tocarte. Sabía que tenías que ser mía, pero eras tan categórica en...

Pegeen estalló de indignación, agarrándose con fuerza a los brazos de la butaca.

—Pero ¡si me pediste que me casara contigo sólo por un absurdo sentido del deber!

—Desde luego que sí. Pero no creas que me alegré cuando me rechazaste. Mientras estaba en Londres, rezaba todos los días para que estuvieras embarazada y no te quedara más remedio que casarte conmigo. ¡Tú y esa ridícula idea de no casarte jamás!

—Pero ¡no podía aceptar tu propuesta!—exclamó ella enojada—. ¡Mi hermana había matado a tu hermano y se había convertido en prostituta! Además, en ningún momento hablaste de amor.

—Tú tampoco.

—Pero ¡estaba claro que te amaba! Me acosté contigo, ¿no es cierto?

—De veras, Pegeen, me desconciertas. Aquí estoy, intentando proponerte matrimonio y no dejas de interrumpirme.

—¡Matrimonio!—Apretó los dedos en los brazos de la butaca hasta que se le quedaron blancos. La voz se le quebró en la segunda sílaba—. ¿Proponerme matrimonio?

Edward tomó una de las manos que tenía clavadas en el brazo de la butaca y se la apretó tan fuerte que llegó a hacerle daño. Pegeen levantó la mirada para verle la cara y vio que él también la miraba; tenía la mandíbula apretada y los ojos le centelleaban con una expresión de determinación y una extraña luz que relucía con intensidad febril.

—Sí, pedirte en matrimonio—repitió Edward con una carcajada, llevándose la mano de Pegeen a los labios y raspándosela sin darse cuenta con la barba que le cubría la mandíbula—. No me atrevería a proponerte nada más. Sé lo rápidos que son tus puños. Pegeen, eres la mujer más exasperante, testaruda, mordaz, hermosa y deliciosa que he conocido jamás, y si no aceptas casarte conmigo seré desgraciado el resto de mi vida. Así que di que sí, por favor.

Antes de que pudiera responder, Edward la cogió por los brazos con la inexorable fuerza de sus dedos y la estrechó contra su cuerpo. Pegeen apretó las palmas de las manos contra el pecho desnudo, y, a través de la espesa capa de vello, sintió el ruido sordo de su corazón. Recostó la cabeza en sus brazos, y el pelo, rojizo por el reflejo de las llamas, ondeó en el aire. Entonces sus labios se encontraron y Edward la besó con un ardor que transmitía la intensidad de sus emociones. Sus besos despejaron la mente de la muchacha de todos los pensamientos excepto uno: la amaba, la amaba, la amaba.

Parecía increíble, pero la amaba, la amaba lo suficiente como para casarse con ella. Y entonces se dejó llevar por sus besos, que le recorrían la garganta, y dejó que sus dedos le desabrocharan los botones de la bata, y le oyó repetir su nombre una y otra vez, sintiendo su cálido aliento en la piel.

—Di que sí—murmuró Edward mientras le besaba la suave piel de detrás de la oreja. Sus caricias le provocaron un estremecimiento que le recorrió la espalda, y que causó que los pezones se le endurecieran contra la suave tela de la bata—. Di que sí—susurró él de nuevo.

—Sí—dijo al fin Pegeen con una voz tan cargada de pasión que apenas reconoció como suya. Y entonces ella empezó a besarlo con la misma intensidad con que él la besaba, y casi con la misma violencia. Sentía como si algo en su interior se hubiera liberado, algo sombrío pero agradable y hermoso..."

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